Mírale ahí en el candelero.
Ahí en su puesto, sin titubeos ni vacilaciones, recto, puro y noble.
Nota bien cómo en él todo parece decir: «Estoy dispuesto».
Y cómo está día y noche ahí donde debe: ante Dios.
Nada de cuanto compone su ser escapa a su misión.
Nada frustra su fin.
El cirio se entrega sin reserva.
Está para eso: para consumirse.
Y se consume cumpliendo su destino de ser luz y calor.
Pero acaso dirás: ¿Qué sabe el cirio de esas cosas? Si no tiene alma…
Es verdad. Entonces tú debes darle una.
Haz del cirio el símbolo de tu propia alma.
Haz que frente a él despierten en el fondo de tu alma las más nobles disposiciones de tu corazón: «¡Aquí estoy aquí, Señor!»
Al punto experimentarás que la actitud del cirio, tan generosa y pura, refleja tus propios sentimientos.
Acrecienta en tu alma las disposiciones que te impulsan a una fidelidad sin desfallecimientos.
Entonces dirás con verdad: «¡Este cirio —Señor— soy yo en tu presencia!»
No abandones tu lugar: persevera en él hasta el fin.
Ni andes inquiriendo razones ni motivos.
La razón suprema de tu vida consiste en consumirte en verdad y amor por Dios, como el cirio en luz y calor.
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Romano Guardini, El cirio [Los signos sagrados] —