La liturgia no impone una estética, expresión artística o estilo concreto. De ahí que la Iglesia acepta las expresiones artísticas de todos los pueblos y regiones. Más aún, así como desea vivamente conservar las obras y los tesoros de arte dejados en herencia por los siglos pretéritos y también, en cuanto es necesario, adaptarlos a las nuevas necesidades, trata de promover las nuevas formas de arte acordes con la índole de cada época.
Las construcciones y las creaciones artísticas deben despertar los sentidos internos y hacer visible lo invisible, inspirándose en la vivencia de la fe y reflejando la belleza divina en servicio de la liturgia y de la evangelización.
El templo debe ser el medio para vivenciar la fe, la relación cercana entre hombre y Dios, experiencias que causen emociones interiores de gran intensidad y provoquen una profunda reflexión y espiritualidad.
Lo bello entonces debe entenderse como reflejo de la perfección que asombra y fascina, que suscita admiración y abre el camino a la búsqueda de Dios y dispone el corazón y la mente al encuentro con Cristo, belleza de la santidad encarnada. Por lo tanto, todas las obras de arte en la Iglesia nos deben llevar a Dios.
La belleza de los edificios y los objetos se encuentra no en lo efímero y lo superficial, ni en lo practico y lo ostentoso, sino en lo transcendente, lo digno, lo agradable, que es capaz de generar gran devoción e inspiración.
El arte de las iglesias no debe repugnar ni ofender el sentido religioso. Es necesario evitar aquellos rasgos que produzcan sentimientos de exclusión de acuerdo a la sensibilidad de algún grupo o clase social.
He aquí algunas cualidades que deben poseer las manifestaciones del arte sacro:
— Autenticidad. Los materiales que componen o adornan los lugares de la celebración y los objetos litúrgicos conviene que sean nobles, duraderos, evitando las imitaciones.
— Actualidad y apertura al arte de nuestro tiempo. Se debe procurar que todos los elementos hablen al hombre de hoy, sin falsos modernismos que buscan solamente la última moda, y sin arqueologismos que pretenden canonizar todo lo antiguo. Este criterio ha de conjugarse con el respeto y la conservación del patrimonio artístico del pasado.
— Originalidad. Evitar, en cuanto sea posible, imágenes y objetos litúrgicos producidos de forma masiva. Siempre se ha considerado más digno aquello que ha sido realizado mediante el ingenio, la inspiración, la habilidad y el esfuerzo humano, de manera que el objeto sea en sí mismo un signo de la entrega personal al servicio de Dios y de la comunidad.